Por educación es muy frecuente que al encontrarnos con alguien conocido le preguntemos ¿cómo estás?, y la respuesta más común es “Gracias, estoy bien”, sin embargo, la palabra “bien” no define exactamente el cómo estamos o nos sentimos en ese momento, por lo regular solamente representa algo para salir de paso pero la pregunta es trascendental, realmente lo que nos están preguntando es qué emociones o sentimientos tenemos en ese momento: de ¿felicidad, tristeza, enojo?… y más allá aún, si uno tiene la capacidad de reconocer el ¿cómo me siento?

Aquí es donde viene lo interesante a aprender, a hacer la diferencia entre la emoción y un sentimiento, parecen iguales, pero ¿hay alguna diferencia? La naturaleza de la emociones como cualquier proceso psicológico es de origen fisiológica, nosotros nunca podremos medir una emoción pero si la forma en cómo nuestro cuerpo responde a ella, por ejemplo, si usted va por la calle y ve a una persona que le agrada o le gusta automáticamente la pupila se dilata o el corazón empieza a latir más rápido, son sus respuestas emocionales; en cambio un sentimiento se genera cuando esas respuestas fisiológicas ligadas a una emoción pueden ser reconocibles y más todavía, se les puede asignar un nombre, por ejemplo, cuando sentimos esas “mariposas en el estómago” y podemos identificarlo como “amor”.

Aquí es donde viene lo interesante a aprender, a hacer la diferencia entre la emoción y un sentimiento, parecen iguales, pero ¿hay alguna diferencia?

¿Cuál es el problema?

Prácticamente las respuestas fisiológicas para cualquier emoción son las mismas, bien dicen que “entre el amor y el odio hay un sólo paso”, y es cierto por lo menos fisiológicamente. Prácticamente las “mariposas en el estómago” son las mismas que sentimos cuando nos sentimos enojados que cuando nos enamoramos. ¿Y entonces?, ¿cómo sabemos si estamos “bien” o “mal”? La respuesta son diferencias muy sutiles que nuestro cerebro aprende a identificar y en los últimos años hemos empezado a descubrirlas.

Nuestro cerebro recibe experiencias de nuestro entorno que hacen funcionar múltiples substancias que nos hacen sentir de diversas maneras y van haciendo una representación de todo lo que pasa a nuestro alrededor para poder decir el estado en que nos encontramos.

Desde edades muy tempanas aprendemos a reconocer las emociones de los demás, un ejemplo de esto es el que realizó el Dr. Pollak y un grupo de investigadores de la Universidad de Wisconsin que demostraron la capacidad de los niños que habían sufrido de maltrato físico por parte de sus padres, en reconocer con mayor rapidez las expresiones faciales negativas que las positivas. Y esto es una constante, siempre nos fijamos más en lo malo que en lo bueno. Aprendemos a reconocer con cierta facilidad cuando nos encontramos “mal” o a disgusto con nuestras emociones, pero cuando la sensación es de bienestar tal pareciera que nos ponen una venda en los ojos y no podemos darnos cuenta.