El humano desde etapas muy tempranas desarrolla la capacidad de autoconciencia y autorreconocimiento, es decir, reconoce sus acciones e intensiones así como su propia imagen (Papalia, Wendkos, & Duskin, 2001, p.281). De esta forma, en un mundo dinámico el niño tiene la posibilidad de tener acceso a experiencias formadoras en etapas de gran plasticidad cerebral que definen sus habilidades de control emocional a presente y futuro, probablemente explicables por la maduración de los sistemas serotoninérgicos y sus transportadores estimulados por los ambientes demandantes.

Cabe destacar que ante los diferentes datos que permiten comprender cómo un niño pequeño tiene la capacidad de asimilar y comprender las acciones e intensiones de los demás, no cuentan con las competencias comunicativas ni estrategias de afrontamiento como lo pueden demostrar niños mayores o inclusive los adolescentes.

Algunas de las conductas que pueden observarse en un niño como estrategias inadecuadas de afrontamiento son el llanto excesivo, la enuresis nocturna en ausencia de signos neurológicos, el enojo, la mala conducta o estados de ánimo alterados como la impulsividad. El origen puede variar desde la dependencia a alguno de los padres o la aparición de conductas regresivas como el chuparse el dedo. Estas manifestaciones pueden ser por la presión que ejerce un agente estresor o un ambiente aversivo.

Los ambientes cambiantes o inestables también facilitan la presencia de conductas inespecíficas de resiliencia, además de que la dinámica de la sociedad actual genera nuevos retos. Un niño pequeño siente la seguridad cuando se encuentra dentro de una rutina, pero ello no significa que genere una pérdida de la capacidad de resiliencia en un niño pequeño; hay más factores que pueden ser menos capaces para manejar el cambio cuando se está atravesando una circunstancia adversa.

El simple hecho de abandonar la seguridad del núcleo familiar genera una razón y/o circunstancia para el desarrollo de la resiliencia fuera de la familia, por lo que el apoyo de los educadores y los compañeros son de vital importancia para la construcción de la seguridad fuera del hogar. De las investigaciones señaladas anteriormente, se puede sintetizar que la resiliencia se sustenta en la interacción continua entre la persona y su entorno. Por lo tanto, no procede exclusivamente del entorno ni es algo exclusivamente innato.

La separación que hay entre cualidades innatas e influencia del entorno es muy ilusoria, ya que ambos niveles necesitan crecer juntos, en una constante interacción, en un proceso continuo que se desarrolla entre persona y entorno, por lo que la resiliencia nunca es absoluta ni terminantemente estable. Los niños nunca son absolutamente resilientes de una manera permanente. Hasta el niño más resistente puede tener fluctuaciones y deprimirse cuando la presión alcanza niveles altos.

Por ello la necesidad de complementar el enfoque de resiliencia con el de riesgos, en función de un objetivo mayor que es el de fomentar un sano desarrollo. Junto con el de promover aquellas características saludables de niños y adolescentes, es necesario intervenir para disminuir aquellos aspectos que le impidan alcanzar el máximo de potencial dentro de su fase de desarrollo (Munist y cols. 1998).

De ahí que el inicio de la vida escolar con la entrada del infante al preescolar constituye un paso trascendental e ilustrativo en el desarrollo del entorno físico, cognitivo y social del niño por medio del fortalecimiento de la confianza y autoestima (Papalia, Wendkos, & Duskin, 2001, p.272). La resiliencia que pudo haber adquirido en la interacción del núcleo familiar, ahora se puede ver aplicada y potenciada en un ámbito nuevo, al ambiente escolar y verse favorecida por un impulso social nuevo. De lo anterior que la responsabilidad que adquiere la escuela derivada de la conformación integral de individuo es mayor y se debe de tomar en cuenta todos los ámbitos educativos, desde la planeación y el diseño curricular que atienda a las necesidades de educación hasta la comunidad educativa.